Eran casi las 18:30 de una tarde correntina de jueves bastante tranquila, aburrida diría. En la oficina poco y nada ocurrió. Sólo el mate y algunos biscochitos amenizaban la labor distendida. El teléfono sonó en medio de un oculto bostezo.
“Es una bendición”, pensé. Nunca se me hubiera ocurrido que sería el comienzo de un infierno.El clásico “hola” dio inicio a una de las charlas más desgarradoras de mi vida. Del otro lado, una voz firme preguntó si era Rodolfo García. Tras la afirmación, el hombre me comentó que hubo un accidente sobre la Ruta 12, cerca del peaje, que involucró a varios vehículos y que mi padre venía en uno de ellos.
Un frío recorrió toda mi espalda. Por instantes no supe qué decir. Quedé petrificado tanto que el tubo del teléfono se me escurrió de la mano. Al reaccionar agarré el cable e impedí que el artefacto se estrelle contra el piso. Pero en la acción tiré el mate y la yerba, bastante lavada por cierto, manchó de verde la limpia alfombra. Pero nada de eso me importó.
“Por favor, ¿dígame qué pasó?” requerí, supliqué. La voz, con tono amistoso, me dijo que un hombre mayor, de apellido García, había dado este número de teléfono para comunicarse conmigo. “¿Cómo se llama su padre”? me inquirió. “Gustavo” respondí rápidamente mientras las imágenes de papá chocaban en mi mente.
El hombre se alejó del tubo del micrófono. Me di cuenta porque su voz sonó un tanto lejana. “Señor, ¿usted se llama Gustavo?” escuché que decía. Segundos después, otra vez el tono fue fraterno y cercano. “Sí, dijo que se llama Gustavo García. Está lastimado, sangra por varias heridas, parece que tiene un serio corte en la cabeza. Por momentos parece desmayarse”, me contó.
Transpiraba. Cerré los ojos y podía imaginar a papá tirado sobre el asfalto. Ya no es un hombre joven y desde la muerte de mamá no lo veía muy bien. ¿Tendrá fuerzas para salir de una situación como esta? Temblaba de sólo pensar la respuesta.
“Señor”, me dice la voz del otro lado de la línea, “¿quiere hablar con su padre?”, me pregunta. “Por favor, se lo voy a agradecer”, respondo.
Por unos segundos, que parecían eternos, se escuchan ruidos como de alguien que se mueve y que se acerca al lugar de una dramática escena. “Rodolfo, estoy mal… necesito que me ayudes” requiere una voz quebrada, cortada. Por unos instantes me pareció que no era él, que esa no era su forma de hablar ni su timbre.
Otra vez mi interlocutor toma el mando en la charla. Me cuenta que papá está muy conmocionado y que no puede seguir hablando. Entonces le pido que se acerque a él, que lo proteja, que lo acompañe.
En ese instante, esa voz fraternal se convirtió en una ronca expresión autoritaria y despiadada. “Por supuesto que voy a estar con él. Lo estoy apuntando a la cabeza con una 38. Tu papá no tuvo un accidente. Esto es un secuestro. Y si no hacés lo que te digo le pego un balazo y juntas su cerebro con cucharita”, me espetó.
No sabía qué hacer. Otra vez el frío por la espalda. Pero esta vez la impotencia por la situación se transformó en bronca. Dudé. No sabía qué decir, no sabía qué hacer. Pensé en cortar y llamar a la Policía.
“Ni se te ocurra en colgar. Lo hacés y tu viejo es boleta”, me amenazó. “Decime ya tu número de celular”, me ordenó. Cumplí con la instrucción. Segundo después, mi ringtone me avisaba que tenía una llamada. Miré el display y decía que era un número “privado”. Atendí.
“Ahora sí podés cortar el fijo. Pero si cortás el celu tu viejo se muere”, me dijo otra voz, más calma, más tranquila pero igual de amenazante.
“¿Qué es lo que querés?”, pregunté. La respuesta fue obvia: “Plata, ¿qué más? ¿Cuánto crees que vale la vida de tu padre?”.
Sopese la contestación. Papá valía mucho para mí. El hombre que cuando era niño llegaba agotado por las noches de su trabajo pero siempre tenía un momento para jugar conmigo. Aquel que nunca me pegó pero que, sin embargo, supo educarme con rigor. Ese hoy ya sesentón que más que padre es un amigo.
Recordé que tenía unos ahorritos pero que la semana pasada los puse a plazo fijo. ¿Cuánto tenía en el bolsillo? No mucho. Es que el trabajo en la agencia no era el esperado y los ingresos no abundaban.
“Elegiste mal para un secuestro extorsivo. Si bien tengo una empresa, es pequeña y no da las ganancias que alguna vez tuvimos. En la caja fuerte sólo tengo $1.000”, le comenté a mi ansioso oyente.
“Entonces, tu viejo se muere”, respondió y escuché el clásico clic del percutor amartillándose. “No, pará”, supliqué. “Dejame que le pida a mi socio. Él no está acá. Se fue a su casa hace una hora. Por favor, no le hagas daño a papá”, imploré mientras las lágrimas de dolor, bronca e impotencia rodaban por mis mejillas.
“Agarrá el teléfono fijo y llamalo. Pedile otros $2.000”, ordenó. “Pero queremos escuchar la conversación”, agregó.
Acaté las instrucciones. Los dedos me temblaban y varias veces tuve que reiniciar la secuencia del llamado por haber marcado mal. Hasta que finalmente logré presionar correlativamente los nueve números del celular de Miguel, mi socio.
Le conté lo que pasaba, dijo que me tranquilizara y que pase por su casa a buscar el dinero, que tenía esa suma. Su voz me sonó confiada. Corté el teléfono fijo.
En el celular, los secuestradores me esperaban. Aceptaron que fuera en automóvil hasta la casa de Miguel, que vivía a unas cinco cuadras de la agencia. Pero me reiteraron que en ningún momento cortara la comunicación. Entonces me dijeron que una vez que tuviese el dinero fuera hasta un hipermercado, allí debería ir hasta un Western Union y depositar el monto en una boca postal a nombre de Juan Pérez para después informar el número de la transacción.
Habituado a este tipo de operaciones, sabía que los secuestradores podrían cobrar el dinero en forma inmediata porque las transferencias son instantáneas.
Salí de la oficina y subí al auto siempre con la comunicación en el celular y con los secuestradores que continuaban con las amenazas. Me costó poner en marcha. En ese momento, sentí en el bolsillo del pantalón como vibraba el celular corporativo. Recordé que le saqué el ringtone porque un rato antes estuve con un cliente. Miré el display. Era un mensaje de Miguel. Lo leí. “Quedate tranquilo. Seguiles la corriente que yo averiguo si es cierto que secuestraron a tu papa”, decía la misiva.
A esa altura, ya les hacía caso a todos. Puse primera y fui hasta la casa de Miguel. En el camino escuché varias conversaciones entre los secuestradores. Recién entonces me di cuenta que no tenían tonada correntina. Uno parecía porteño. Otro cordobés.
Llegué a la casa de Miguel. Mi socio me esperaba en la calle con un sobre con los $2.000. Baje la ventanilla y tomé el dinero. Él me miró, sonrió y me hizo un guiño. “Todo va a estar bien”, profetizó.
“Tenés el dinero”, preguntó el secuestrador de tonada porteña. “Sí”, respondí. “Entonces encará para el hiper y depositá la plata. Ni se te ocurra apagar el celular o hacer algo que le cueste la vida a tu viejo”, añadió.
Fui al hipermercado. Bajé del auto e ingresé. Estaba en la cola y sólo había dos personas antes cuando otra vez vibró el celular corporativo. Era Miguel. Su mensaje hizo que me volviera el alma al cuerpo: “Hable con tu papá. Esta mirando La ley y el Orden en el canal 54. No está secuestrado. Todo es una mentira”.
Sonreí. Tenía tantas cosas para decirles a esos delincuentes pero me salió del alma un “por qué no se van a la p… que los parió”. Y corte la comunicación. No me volvieron a llamar.
Nota de la Redacción: La historia es ficticia pero está basada en la situación verdadera que sufren unos cinco correntinos por día (según denuncias ante la Policía de la Provincia) quienes padecen este tipo de secuestro virtual. El mismo está realizado para poner en conocimiento a la ciudadanía para que adopte las medidas de protección necesarias.
Lunes, 25 de marzo de 2013